miércoles, 11 de mayo de 2011

La catástrofe nuclear japonesa


Cuando el mundo entero veía asombrado cómo en Japón uno de los terremotos más horribles de la historia y un posterior tsunami se llevaban más de 10.000 vidas por delante, un nuevo desastre, en el que esta vez la mano del hombre tenía mucho que ver, estaba a punto de hacer aparición.


El día 11 de marzo (fecha que casualmente coincide con aquella en la que fallecieron centenares de personas en los atentados de Atocha en Madrid) un terremoto de 8,8 en la escala Richter y sus réplicas de similar intensidad provocaron una catástrofe de magnitud inimaginable que segó miles de vidas más. Una catástrofe que podría haber acabado ahí, en miles de muertos y destrozos que costarían miles de millones de euros en repararse, pero la mala suerte volvía a hacer acto de presencia en el país del Sol Naciente.

La central nuclear de Fukushima, localizada en el oeste del país, resultó gravemente dañada por el terremoto y por las fuertes réplicas que azotaron el archipiélago. Comenzó con la parada de los reactores y un consecuente fallo en los sistemas de refrigeración, fallo que provocó el tsunami. El vapor de los reactores se encontraba ya a una altísima presión, por lo cual se decidió liberar algo para evitar una posible explosión, liberando a su vez elementos radioactivos que se encontraban contenidos en el vapor. Elementos radiactivos tales como el cesio y el yodo, que a altas exposiciones en el ser humano pueden causar cáncer de tiroides y diversas malformaciones en huesos y músculos.

Se buscaron soluciones, algunas se llevaron a cabo, otras se desecharon, pero al final ocurrió lo inevitable, aquello que nadie quería que ocurriera: la radiactividad llegó también al océano Pacífico, radiactividad que supera, a fecha de hoy día 7000000 la cantidad normal.

A día de hoy, la situación sigue siendo desconcertante; no se sabe qué pasará ni qué se puede hacer para solventar la situación. Mientas tanto, y tras ver la consecuencia directa de la energía nuclear, diversos dirigentes políticos, mayoritariamente pertenecientes a la ONU, han manifestado su deseo de evitar futuras catástrofes con un control más exhaustivo de las centrales, la no-renovación de las centrales más antiguas y el compromiso por el fomento de energías renovables, alternativas a la nuclear.

¿Qué conclusión se puede extraer de todo esto? Pues que ya no estamos en los años 50, cuando se creía que las bombas atómicas, que sólo se habían probado en Hiroshima y Nagasaki (cruel ironía del destino, dadas las circunstancias), eran simples “grandes bombas” sin ningún peligro añadido; la radiactividad es un auténtico horror: no se huele, no se ve, no se siente de forma directa… Marchita y destruye todo aquello por donde pasa y no deja que la vida surja en años y años… Una auténtica pesadilla digna de cualquier película Hollywoodense pero que a día de hoy significa un riesgo real que cobra día tras día mayor importancia, sobre todo por la paulatina desaparición de los combustibles fósiles.

Por ello, hay que recordar la frase que el mismo descubridor de la energía atómica, Albert Einstein, dijo una vez: “hay una fuerza motriz más poderosa que el vapor, la electricidad y la energía atómica: la voluntad”. No seamos necios, no cedamos ante esto y avancemos para que estos horrores jamás se repitan. Hay otras alternativas a la energía nuclear.

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